Cacería de Bin Laden: Celebrando a la muerte


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Publicado originalmente en La Nación de Chile, Contra Punto de El Salvador y Radio 19 de Abril de Suecia, el 8 de mayo de 2011


Por Patricio Zamorano 

WASHINGTON – Era un hastío escribir sobre el tema. Más que mal, las cosas en Estados Unidos ocurren como a través de un vidrio grueso y opaco, así como de plástico incólume, así como de piedra turbia.

¿Cómo explicarlo? Los que han vivido acá por varios años lo entenderán: es como escuchar una explosión a través de un carro blindado, algo así como en sordina, un ligero remezón en la nuca, y el recuerdo es efímero como los rayos de las lluvias de primavera en la costa este.

Pongamos otro ejemplo. Es como golpear con toda la fuerza del brazo una roca cubierta con una gran almohada, densa y esponjosa. Es esa la impotencia, la de la ausencia del dolor, de las consecuencias, es decir, la mera ilusión de la sorpresa, que en una sociedad como la estadounidense es la regla de neutralidad de los espasmos masivos.

Esa es la explicación de la abulia en las calles imperiales. Esta sociedad es tan grande y tan compleja, no solo en lo simbólico, sino que en lo concreto, con esas vastedades del Estados Unidos profundo y rural de pueblos cruelmente silenciosos, los que he cruzado ya en viajes lentos y reveladores, que la respuesta social es así también, lenta y reveladora.

El domingo 1 de mayo venía con el auto cargado de instrumentos musicales, ya cerca de la medianoche, tras un concierto a beneficio de la programación latina de Radio Pacífica y como celebración del día del trabajador, cuando me llega el mensaje por celular. “Mataron a Bin Laden”. Incredulidad. ¿Pruebas de ADN tan rápidas? Segundo mensaje: “una multitud se está congregando frente a la Casa Blanca”.

Tenía la grabadora que registró el concierto, tenía la cámara que documentó la trova echada al aire con heroísmo, estaba sobre cuatro ruedas a menos de cinco minutos del hogar del presidente.

Este tipo de reacciones espontáneas callejeras son extrañísimas en estas urbes, donde las protestas contra las miserias de Bush las realizamos planeadas por la Policía hasta el paroxismo, los sábados o domingos en la mañana, en la soledad de los edificios imperiales donde no había un alma, solo este grupo de manifestantes que se paseaban por los edificios del poder, la Casa Blanca, el Ministerio de Justicia, cuyos portones indiferentes eran los únicos testigos de los carteles de la denuncia, que nadie leería.

Manifestaciones para la propia alma. Manifestaciones unilaterales. No hay detención del tráfico, no hay lucha cuerpo a cuerpo con la policía, ni bombas lacrimógenas ni desacato. Protestas modelo.

Llegué en minutos escasos a tres cuadras de la Casa Blanca. Estacioné en medio de los bocinazos y de decenas de jóvenes blancos de la Universidad George Washington corriendo hacia el Este, hacia el centro del poder.

El sector oeste de la Casa Blanca está copada por las dependencias del Banco Mundial, del FMI, de la OEA, y de la universidad, un campus totalmente abierto a la vía pública, con facultades, cafeterías y dormitorios en directo contacto con la urbe. Desde estos últimos es que estaban emergiendo los miembros de esta multitud.

Aseguré el auto, y me uní a la marea. Hace un poco de frío, clima engañador de primavera, y las columnas de muchedumbre se hacen más densas cuando encajo por Pennsylvania Ave y llego a la esquina de 17th, la calle que enmarca la zona presidencial.

Cruzo sin respetar el rojo, con decenas de autos detenidos vociferando desesperados, con jóvenes sacando la mitad del cuerpo agitando banderas de estrellitas y líneas rojas, azules y blancas, con la prensa llenando los espacios, y la Policía pasiva, deja hacer.

Veo una camioneta pick-up con un par de rubias sentadas en el área de carga agitando el tórax, rompiendo la dictadura de las reglas de tráfico. Nunca en mi vida acá en el país del norte he visto a dos rubias, o a cualquier ser humano, viajando impune en el área de carga de una pick-up en medio de la ciudad.

Veo a un joven de apariencia de la India, pero estadounidense en el acento perfecto gritando “iu es ei”, sacar todo el tronco hasta los muslos a través del techo corredizo de un BMW.

Veo a dos policías apoyados en una patrulla con la luces apagadas y silenciosas, mirar con abulia toda esta escena (las luces de las patrullas solo se encienden en los barrios duros de Washington, ahí donde el criminal debe ser mareado por las centellas multicolores).

El frente de la Casa Blanca está ocupado, es día de fiesta pero casi a medianoche. Un fuerte olor a cerveza. Muchas botellitas de ron y de tequila, de esas de testeo personal, se sienten bajo los zapatos.

El griterío va y viene, desordenado, orgánico. Noventa y nueve por ciento jóvenes blancos, exaltados, que cantan estrofas saltadas de himnos patriotas, muchos con el torso pálido desnudo, se cubren con banderas, algunas de Texas, otras nacionales de versiones antiguas.

Gritos y risas: frente a un árbol de la Casa Blanca, Spiderman, el hombre araña en persona, intenta tejer una red de mentiritas, aguantando unos pocos segundos de levitación y cediendo los brazos tras el peso concreto de la realidad.

A mi derecha, un joven comienza a escalar uno de los altos faroles de diseño clásico ubicados a pocos metros de la reja principal de la casa presidencial, en un acto arriesgado. Llega a la punta, se sienta entre los dos faroles que lo coronan, a 5 metros del pavimento, y comienza a flamear la bandera enorme, mientras la muchedumbre celebra a toda garganta.

Todo se puede en esta noche, todo se acepta, es el costo bendecido de la celebración de la masacre de Abbottabad. Estoy aturdido, ¿todos estos jóvenes expresándose políticamente por la muerte de este terrorista internacional? ¿Es realmente ese el análisis?

Pero voy quedándome, escuchando, observando, sintiendo a la masa que se mueve y se disgrega a cada segundo. Veo a tres cheerleaders que son elevadas al aire por sus compañeros-pilares, que las sostienen en un pie, mientras se estiran al máximo para alcanzar las estrellas, con sus pantaloncitos minúsculos y sus colas de caballo al viento.

Me encuentro, con esas sorpresas extrañas de la poesía, con el gran Pablo que está ilustrando un par de mis libros de versos que se han generado por osmosis en la última etapa de historia personal. Me hace un comentario revelador amplificado por el acento porteño: “¿Te fijás un detalle? Todos estos chicos no tenían ni 10 años cuando pasó lo de las Torres Gemelas”. Me la deja así, dando bote, y ni me atrevo a empujar la pelotita.

Tiene razón Pablo. Eran niños. Toda esta masa de ¿dos mil?, ¿tres mil almas?, enroladas en una de las universidad más caras de Estados Unidos, son de la generación del 9-11 que fue despertada de un sueño para entrar en una pesadilla, contaminada por la miseria de la guerra y los deseos de retaliación de un país herido por las miles de víctimas del 11 de septiembre estadounidense.

Un trauma. Un gran trauma de la muerte, de las imágenes de esos aviones rodeados de demonios impactando las torres en vivo y en directo, cientos de voces inocentes extinguidas en un segundo de fuego.

Estos tres mil niños-jóvenes que conectan una década de locura están marcados por haber sido sus ojos manchados con la infamia de esas imágenes de maldad, y sin darse cuenta acogieron a la muerte como algo familiar, y ahora, al escuchar de boca del presidente de la potencia el anuncio de la venganza, la muerte del demonio más buscado en el planeta, se han reencontrado con esa cruel amiga que los saludó tan de cerca hace diez años, y se han puesto de pie en sus dormitorios de estudiantes, y se han calzado sus zapatillas y sus ropas marcadas por el alma máter que los acoge, y han escuchado el llamado, y se han conmovido, pues ahora es su turno de celebrar la muerte de este ser humano, de la misma forma en que quienes seguían al chacal en el Medio Oriente celebraron la carnicería de Nueva York ese fatídico 2001.

Un manifestante por cada una de las víctimas de esa jornada diabólica. Lo que estamos celebrando es la venganza pura y llana. Estamos todos en esta masa elevando las ondas eléctricas de una noche de comunidad medio borracha, patriota y militarizada, que veía al fin y al cabo a su país enganchado en invasiones sin sentido, con casi una década de operaciones y más de 100 mil muertos civiles, pero que sabía que todo era, en rigor, un soberano fracaso si no se conseguía el trofeo mayor, la cabeza destrozada de Bin Laden.

Por eso quizás estoy sombrío mientras culebreo entre la muchedumbre. No puedo sentir esa algarabía, supongo que contaminado también por mi condición de extranjero, y ubicado al otro lado del espectro ideológico del militarismo.

“¿Vas a hablar con algunos de los jóvenes?”, me pregunta Pablo al ver mi grabadora sorda. “No sé, no tengo ánimo. Me voy”.

Pablo dice que también se va. Tomamos rumbos distintos. Cruzo de lado a lado la nave central que enfrenta a la plaza Lafayette, la que Obama cruza los domingos a veces para ir a rezar a la iglesia episcopal de Saint John. Llego hasta el extremo, casi volviendo a la calle 17. Aparece toda una camada fresca, de también 17 años, o 18, los rostros angelicales de casi niños y casi niñas que vienen a unirse al festejo.

Me quedo parado en medio de la marea. Veo sus caras, la naturalidad del gesto, la fiesta en sus ojos. Finalmente me decido a indagar. Activo la minúscula grabadora digital, y abro la conexión del diálogo. Las dudas resurgen, las preguntas.

“Deberíamos estar escribiendo un montón de ensayos, pero este es un momento histórico y queríamos ser parte de esto”, me dice una frágil joven morena de impecable sonrisa, que me llega abajo del hombro.

¿Qué edad tenías cuando pasó lo del 9-11? Tenía 9 ó 10 años, iba en quinto año.

¿Y cómo te sientes con todo esto? O sea, estamos celebrando la muerte de un tipo. Es un poco loco que todos estamos celebrando a la muerte, pero al mismo tiempo se puede entender por qué la gente está acá. La gente ha estado pensando sobre esto por diez años, es increíble.

¿Qué pasa ahora con la guerra en Afganistán? Bueno, eso da un poco de miedo, el hecho de que no tenemos idea sobre lo que va a pasar, qué va a hacer Al Qaeda ahora. Es un poco aterrador, pero estamos acá en estos instantes para tener este momento de felicidad mientras podamos…

Joven delgado, parado al lado izquierdo de la Casa Presidencial, tranquilo observando el desgarro de gritos de varios chicos de cabeza casi rapada subidos en los hombros del otro, con el torso descubierto haciendo lucha de banderas:

“Soy de la Universidad George Washington, muchos de los chicos vinieron porque estamos a la vuelta de la esquina. Simplemente era buena onda venir y apoyarlos a todos, todos están felices de estar acá”.

Pero cuéntame, ¿cuál es la consecuencia de todo esto? Es más que nada un cierre de una etapa para las víctimas del 9-11, un poco de eso, y un incentivo moral. No implica algo más allá de eso estratégicamente, pero es importante.

Joven rubio transparente, corte de pelo militar.

¿Por qué es importante estar acá? Es domingo en la noche, es tarde… Por qué es un gran momento, es histórico, cada uno va a recordar este momento. Yo soy de Nueva York, y ya se habían pasado diez años buscando.

¿Qué edad tenías cuando pasó lo del 9-11? Tenía 10 años.

¿Y qué te inspira esto ahora, diez años después? Es loquísimo, nadie pensó que lo encontrarían, y ahora pasó finalmente. Es por eso que estamos acá.

¿La guerra será afectada en alguna forma, positiva o negativamente? Yo creo que es más que nada simbólico, ellos van a continuar luchando, pero mucho más desmoralizados, pero la guerra continuará.

Me aproximo a una familia afro-estadounidense, tres mujeres, tres escalas de edad, desde los 14 años a la adultez. La mujer a mi izquierda:

¿Por qué es especial estar acá? Porque queríamos ser testigos de la historia construyéndose en este mismo momento. ¡Estamos tan contentas! ¡Vamos USA!

A mi derecha:

¿Cuántos años tenías tú cuando todo esto pasó? Creo que… 4 años.

¿Y cómo te sientes con todo esto? Realmente no sé… Bueno… Ahora que está muerto es realmente algo bueno, porque mucha gente perdió a personas que amaban, entonces es algo bueno.

Al centro:

¿Crees que la guerra en Afganistán se afectará de alguna forma? Yo creo que definitivamente se verá afectada, va a haber revanchismo, pero lo importante es que los que nos desean mal han sido descabezados.

¿Qué piensan sobre el hecho de que fue Obama el presidente que anunció la muerte de Osama Bin Laden?

La mujer mayor: Para nosotros los negros estadounidense se siente fabuloso! ¡Yeeeah!

La mujer de mediana edad agrega: él tenía la información hace un año y tomó ventaja de eso, y podríamos haberlo atrapado antes, pero perdimos la oportunidad, pero en esta ocasión lo atrapamos, y fue Obama el que lo atrapó.

Risas. Muchas risas. Se unen en un segundo a la algarabía general.

Apago la grabadora.

Pronto comenzará el desgaje de informaciones. Que Osama opuso resistencia armada, que usó el muy cobarde a una mujer como escudo humano para enfrentar las balas yanquis (no me lo trago por un segundo, simple injuria de guerra difundida por los vencedores), y que ella fue reventada a balazos; que luego era su esposa, que luego era la esposa de su mensajero, que no fue escudo humano, si no que ella se lanzó contra los soldados espontáneamente, que solo la hirieron en la pierna, que no la mataron, y que Bin Laden no la usó como escudo humano, y que al fin y al cabo estaba totalmente desarmado, lo último que traen los cables.

Surge luego el abogado de derechos humanos Geoffrey Robertson, explicando con claridad franciscana, así, como hablan los abogados de derechos humanos, que lejos de vengar la sed de sangre por los muertos estadounidenses, este país ha creado un mártir, que lo mejor hubiera sido haberlo llevado a juicio, y haberlo sacado del contexto mítico de las montañas, de los desiertos inexpugnables, y meterlo en una celda, expuesto en su simpleza de hombre, vociferando sus verdades a medias, preso de por vida, o muriendo de hombre que era tras las rejas, débil, viejo y ridiculizado.

Pero, dice Robertson, con un sesgo de poesía colada en la frialdad de su ejercicio del derecho (¿cuántos abogados son literatos? ¡Demasiados!), Osama Bin Laden murió con una sonrisa en los labios, a merced de la bala de un soldado pagano, en su ley, la ley de la Yihad que defendía contra los enemigos del Islam. Un acto de violencia puro, que lo elevó en su propio desvarío de sangre y fanatismo, y con él arrastró (y en eso los líderes de la Casa Blanca tienen razón) a una marejada de fresca venganza que está recorriendo en estos instantes las aldeas desérticas de Afganistán, contaminando y recreando la fuerza del odio de las mentes jóvenes e idealistas de Arabia Saudita y de Yemen, de las montañas militantes de Pakistán y de Irak, y que rezará al cuerpo extraviado del mártir que flota en la profundidad del océano, queriendo alcanzarlo con sus letanías, para decirle al oído que sus sueños no serán en vano, que la guerra contra el infiel será eterna mientras las sendas de Mahoma se mantengan maculadas por la bota del agresor, del diablo blanco que viene de Occidente con sus portaviones y sus gafas de mira nocturna, sus robots y sus satélites espías.

El joven que besa a la muerte, ése es el verdadero peligro cuando el miedo a expirar ya no domina las acciones. Todo lo escrito en los libros sagrados imaginarios del desquiciado Osama Bin Laden será cumplido.

Al final, es la pregunta. ¿Por qué este sentimiento tan intranquilo sobre este ajusticiamiento, la cacería de un monstruo?

Me desvelé un poco la pasada noche. Tenía en la cabeza las palabras de algunos de los familiares de estadounidenses asesinados por las tropas de Bin Laden en suelo estadounidense. Como Kristen Breitweiser, quien perdió a su esposo en los ataques de 2001. Las celebraciones la perturbaron, le hicieron recordar la misma celebración de los seguidores de Bin Laden ese 11 de septiembre fatídico, esos vítores que inundaron las cámaras.

“Perdónenme, pero no quiero ver champaña salpicar en tierra sagrada donde cientos fueron asesinados a sangre fría”, dijo a la prensa tras las celebraciones en la Zona Cero de Nueva York.

El hijo de otra viuda, Marian Fontana, que tenía 5 años cuando su padre fue consumido por los ataques, llamó angustiado a su madre desde su escuela, pidiendo dejar el colegio más temprano. “Todos están hablando sobre Bin Laden. En cada clase, están contentos que está muerto, pero yo no me siento feliz”.

Las sombras, el silencio de la noche fresca de Silver Spring me trajeron algunas respuestas: la venganza coronada con la ejecución de Osama Bin Laden tuvo un costo tremendo para los valores humanitarios y morales de este gobierno y en general del país.

Hacer justicia por la propia mano, prácticamente un linchamiento a miles de kilómetros de distancia, fue producto de confesiones extraídas con tortura (quien reveló la existencia de un mensajero que se contactaba con el líder de Al Qaeda lo hizo mientras era torturado), implicó invadir sin autorización de Naciones Unidas a Irak (que ni siquiera tenía conexión con Al Qaeda), la muerte de más de 100 mil civiles en Irak y Afganistán, haberle quitado varios derechos constitucionales a los estadounidenses a través de la infame Ley Patriota, haber creado cárceles clandestinas a manos de la CIA en Europa y también en otros países donde se tortura sistemáticamente, haber creado una cárcel en Guantánamo para sospechosos de terrorismo que se han podrido por años sin juicio…

El matar a Osama Bin Laden ha significado en estos diez años, por tanto, hundirse en la misma mierda de miseria del ajusticiado.

Así es.

Osama debe haber sonreído cuando lo atravesaban las balas…

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