Primer Premio Concurso Nacional 2010
“La Prensa Chilena y el Bicentenario”
CATEGORÍA CRÓNICA
Círculo de Periodistas de Santiago – Universidad de Santiago de Chile
Relato recopilado en el libro 200 años de la prensa en Chile
Patricio Zamorano
Agosto de 1983
Podía oler la tierra húmeda de lluvia aún invernal, en un Santiago en tinieblas, año 1983, calle Luis Infante Cerda, en el corazón marginal de la Villa Francia. Mi aliento congelado en la tierra mezclaba los humores de una nueva jornada de invasión militar, las caras maculadas de betún, el olor penetrante del combustible de las tanquetas. Hace tan sólo dos minutos hemos cruzado de árbol a árbol bloqueando la calle los cables dejados por la incineración de varios neumáticos de camión, y ya escuchando los motores profundos de la unidad militar que nos ha tocado esta noche de protesta somos bultos sudorosos, eléctricos, esperando.
–¡Pato, por favor, métete a la casa!–, gime mi madre, mi amada madre que no comprende mi constante persecución a la muerte. Está apenas asomada a la puerta de la casa, casi en cuclillas. Yo pego mi mejilla a la tierra fresca, y le susurro “Ya, mamá, métase, que ya vienen los milicos”. Un chirrido de mil diablos nos interrumpe. Vuelvo la cabeza, probando el suelo ácido con la punta de los labios, el cuerpo plano totalmente extendido en la penumbra. Mi madre cierra la puerta desesperada. Entre los barrotes de la reja frontal, veo cómo la tanqueta se ha quedado atascada contra los cables sin tener la fuerza para derrumbar un álamo en la vereda de enfrente y el árbol indefinible que plantó mi bisabuelo, que crecen con ansias en el tierral pedregoso cotidiano de las poblaciones de Santiago. Un milico fornido corre desde atrás de la tanqueta a ver qué está ocurriendo con el avance. “¡Qué mierda pasa!”, le oigo gritar en la oscuridad. Veo claramente ya alucinando entre las sombras de medianoche, acostumbrado hace rato a la negrura, cómo el milico trota enojado hacia el frente de la tanqueta, cómo se eleva de manera cortante, sus piernas a un metro del suelo, el cuello que se dobla dolorosamente hacia atrás, enganchado en los cables ennegrecidos por el hollín de la barricada, en una mueca imposible, y el ruido sordo cuando cae de espaldas. “¡Chucha, mi sargento!”, grita un soldado arriba del vehículo, mientras el milico mayor se retuerce en el piso. Otro milico que se acerca por detrás grita en una infame coincidencia hacia mi casa en silencio, en una mueca que me da escalofríos, como si pudiera verme agazapado, como si se dirigiera directamente a mis ojos infantiles, los que cierro para no abrirme al juego de sus pesadillas, “¡ya van a ver, comunistas culiaos, ya van a ver!”.
Los siguientes minutos son confusos. Recuerdo el dolor de mis muslos, acalambrados por el peso de la humedad fría, que me ha mojado los pantalones, y la tensión atrás de mi cuello, intentando mirar sin que me miraran. Miedo y frío me hacen temblar quedamente. No puedo ya moverme, la tanqueta se ha quedado prendida en esa esquina, Luis Infante Cerda con Pasaje Bahía, callejón de tierral, que se empantanaba hasta las rodillas en invierno. Mi madre está mirándome, yo sé, presa del terror, mientras me puede ver desde un rinconcito de la cortina apenas corrida. Veo sus ojos llorosos, que se mueven desesperados. Me duele el recuerdo de sus lágrimas en este momento, aún, mientras recreo este relato. Recuerdo, luego, el ruido de órdenes castrenses, el crepitar de las botas mientras patean las brazas del neumático en plena calle. A continuación, veo a los asesinos. Un militar, creo que joven por su delgadez, se acuclilla en Pasaje Bahía hacia el Sur. Veo a otro militar, de espaldas anchas, parado detrás de él, erguido y con las manos atrás, en actitud marcial. El soldado agachado pasa bala en el fusil, lo eleva y lo deja paralelo al suelo. Apoya el cuerpo en una de sus rodillas, y hace el gesto de apuntar a la nada, sólo un gesto casi distraído, como probando el peso del arma, arriba y abajo. El casco enorme se bambolea un poco en su cabeza casi adolescente. Baja el fusil, mira hacia la negrura, apunta nuevamente, simulando movimientos ambiguos. No le quito los ojos de encima, mientras respiro a medias por el peso de mi propio cuerpo en el pecho. Repentinamente, pestañeo instintivamente, y escucho el chasquido, un golpe agudo de martillo en los oídos. Estoy a unos diez metros del francotirador. Veo la explosión de fuego en la punta de fierro, ahora caliente. El soldado se pone de pie, sin mirar, en un gesto de haber descargado sin motivo concreto. Hace un gesto como de agacharse nuevamente, pero el que estaba parado ya ha cambiado de posición y se va alejando. Le golpea el hombro y ambos corren hacia la tanqueta, que ya se está moviendo, siguiendo por Luis Infante Cerda hacia el norte. Huele a parafina, el ruido del motor activa la noche nublada a medias, en compás con el trote de las botas manchadas por el hollín. El vehículo pasa pesado por sobre lo que queda de la barricada degollada, y se aleja todo el ruido metálico hasta desaparecer, lentamente, en un ronroneo. El silencio se hace, entonces, notorio, nos deja la sensación de vacío. La barricada humea a medias. Las casas están muertas, las luces apagadas. Yo me quedo congelado en mi posición fetal. Comienzo a subir las manos a la altura de la cabeza para incorporarme, cuando escucho un aullido de muerte, una carrera de faldas que aparecen para caer justo en el lugar del francotirador. Escucho el gemido más horrible que he escuchado en mi vida, como el de una madre aniquilada por el asesinato de una hijita delicada de diez años, delgada y grácil como un trigal, “¡Ay, ay! ¡Me la mataron, me la mataron, milicos culiaos, milicos culiaos, me la mataron!” grita de dolor la señora Alicia, desgarrada la garganta, que desentona en una notas altas y arrastradas, con el cuerpecito de Anita relajado por la muerte como un trapo desarticulado, con las vértebras cervicales reventadas por la bala cargada de maldad que a 200 metros de su origen penetró a media altura en la mediagua de humilde madera y cartón-piedra, en la línea de casas perpendiculares que cierran el avance del pasaje, y alcanzó a mi vecinita, la bala asesina que yo he visto nacer y morir, una fría noche de agosto.
***
Abril de 2008
Más o menos lo tenía planeado, aunque avancé en los planes casi sin darme cuenta. Supongo que a eso le llaman determinación, un trance de lo que debe pasar gobernado por aquellas pulsiones profundas de la historia personal, del deber con los recuerdos aparentemente olvidados, en un proceso emocional de aquello que se ha aparentemente diluido. Como todo, el olvido es una ilusión pasajera. Debo admitir que no estaba convencido de que yo intervendría. Me vestí bien, traje y corbata, para pasar los controles sin problemas. Henry Kissinger estaría en tercer o cuarto lugar en la lista de los oradores.
Yo tenía acceso privilegiado, por ser alumno de maestría de la Escuela de Servicio Exterior, así que la inscripción y mi ingreso al filtro de seguridad fue expedito para penetrar cómodamente en el Gaston Hall, uno de los salones más bellos de la Universidad de Georgetown. Llegué temprano. Quedaba una gran cantidad de asientos libres, especialmente en la planta alta, sitio de los estudiantes que no se sentían con el derecho de estar en la nave central. Tomé la decisión inmediatamente, sentándome al lado derecho del micrófono para las preguntas, ubicado en el pasillo central en la planta baja, en la cuarta fila de asientos.
Gaston Hall es un palacio de maderas finas, un rincón enorme de vitrales, columnas y butacas nobles. Permiten al actor proyectar la voz con propiedad inmaculada. Probé la magnífica acústica en mi concierto de trova en honor al drama histórico de América Latina, sentado con mi guitarra exactamente donde Kissinger nos daría su clase magistral.
El folleto de descripción de la ceremonia era conmovedor. Cynthia, la viuda de Richard Helms, o Dick para los amigos según muchos de los que hablaron esa tarde, donaba el archivo personal del ex director de la CIA durante el gobierno de la Unidad Popular. El sentimiento de repudio me embargó casi inmediatamente al ver el folleto de la ceremonia, de grueso papel cuché: relataba entre los antecedentes laborales y profesionales de Helms las operaciones encubiertas en toda su historia vinculada a los servicios secretos de Estados Unidos, incluido Chile bajo el gobierno de Salvador Allende. Nombraba, también, las intervenciones en muchos países como freno del avance comunista europeo. Supongo que la inclusión de esos éxitos, incluido al del Chile de Allende, me impulsó definitivamente a arruinarle la tarde a Mister Kissinger, y también a la viuda de Helms, menos culpable, por cierto, de las violaciones a los derechos humanos facilitadas por su esposo, aunque cómplice de su felicidad.
Poco a poco la audiencia comenzó a llenar el Gaston Hall. Hizo ingreso la fauna más selecta y vieja de la comunidad del espionaje, la inteligencia militar y el servicio exterior de Washington. Señoras de pelo blanco y vestidas de gala, fuera del contexto de una reunión a plena luz del día. Llegaron los señores de bigote y trajes de flor en el ojal, muchas conversaciones a media voz, muchas parejas conocidas, seguramente, en contacto permanente tras la jubilación del aparato exterior del imperio.
La sala ya estaba casi llena cuando se produce una conmoción en la entrada. Hace ingreso Kissinger, sorpresivo, sin aspavientos, aunque rodeado de varios hombrones tan viejos como él, con el cuello curvado, gordo y amplio en su traje oscuro, con su pelo blanco en receso, y sus lentes ya clásicos de grueso marco negro, reflejo eterno de la imaginería de los setenta. No puedo evitar admitir un escalofrío enorme en el espinazo al verlo aparecer saludando de mano y ligera reverencia a los ancianos de la primera fila, y subir al escenario, y sentirlo jadear ligeramente cuando comenta su senilidad con su voz decrépita tan famosa con el resto de ancianos del espionaje que se sientan a su lado, entre ellos, Michael Hayden, actual director de la CIA.
Kissinger queda a tres o cuatro metros de mi asiento, ligeramente a mi izquierda. Lo estudio lentamente, sus zapatos, sus calcetines arrugados, su traje impecable, el bulto de su estómago, sus ojillos inquietos que bailan ambiguos tras los lentes gruesos. Mira reconcentrado a la audiencia hacia un lado y otro, con su gran estómago liberado hacia los costados por el ángulo de estar sentado; sus manos se apoyan al costado en los brazos de sillones pretenciosos que les han provisto a los que nos observarán desde la testera, la cabeza de Kissinger proyectada al frente debido a la joroba senil, de buitre panzón. Mira con pupilas rápidas que se mueven de lado a lado. A veces comenta algo con el otro invitado de honor, a su izquierda. Se ríe moviendo todo el cuerpo, levantando los hombros que sacuden a su vez sus brazos cortos. Yo no le quito los ojos de encima. No puedo creer que la transición para tenerlo cara a cara haya sido tan nimia, tan de repente, un baldazo de agua fría de tantos años de fatal historia en un segundo.
Había un maestro de ceremonias, que inició la conferencia destacando las cualidades del finado. Habló de compromiso y de profesionalismo; habló del deber y de la historia; hablo de patriotismo y de gloria; habló de lucha y familia; habló de amistad y coraje. Cuando habló del regalo que la viuda, Mrs Helms, realizaba a la universidad, habló de generosidad y otra vez de la historia. Cuando habló del trabajo de Helms al frente de la CIA, habló nuevamente de patriotismo y lucha.
Luego le tocó su turno a nuestro dean, Robert Gallucci. Yo lo había tratado un par de veces como parte del Dean Student Council, donde confluimos representantes de los programas de magister del Edmund Walsh School of Foreign Service. Me parecía un tipo democrático, sensible. Mi prejuicio fue confirmado cuando Gallucci realiza un discurso corto y cortés, como agradeciendo un regalo sin querer abrirlo, ya sospechando el contenido. Seguramente Gallucci no se veía a sí mismo abriendo las decenas de cajas del archivo de Richard Helms, oliendo el tufo a muerte del orgullo de vida del viejo espía.
Kissinger toma el turno de la palabra. No se pone de pie para ir al podium. Habla con una mano en el micrófono, la otra apoyada en el brazo del sillón, un pie más adelante que el otro, como cayéndose por el peso de la panza. Con su elegancia de diplomático, ronco y con pronunciación confusa, aún alemana en su origen, Kissinger dejó expuestas las técnicas inmorales que tras años de operaciones encubiertas contra gobiernos legítimos e ilegítimos se convertirían en el sello de la CIA y el legado de Helms. “Estados Unidos se encontró confrontado al final de la Segunda Guerra Mundial con un tipo de conflicto que nunca habíamos experimentado, habiendo tenido que actuar contra un régimen totalitario con una ideología universal, usando métodos que no podían ser leídos en los libros de historia (…) Tuvimos que reclutar a nuestro personal desde una sociedad que nunca había tenido que conducir una política exterior permanente”. Para Kissinger, el resultado se convirtió “en una zona gris entre diplomacia y conflicto frontal”. Así es. Así fue.
A continuación, Kissinger, en Gaston Hall, con mis ojos húmedos, en este Washington DC fresco de abril, menciona a Chile. Recordó las operaciones secretas de Helms, nombrando directamente su participación en el derrocamiento de Allende, a sangre y fuego. Recordó que Dick recibió una condena de cárcel no efectiva de dos años debido a la operación. Frente a nosotros, en la bella arquitectura monacal de Gaston Hall, Kissinger repudió esa condena. Por supuesto, no mencionó que Helms fue condenado por haber mentido al Congreso de Estados Unidos sobre lo que había hecho a Chile.
Kissinger agregó que Helms y otros oficiales CIA de la época fueron denigrados por proteger a Estados Unidos. ¿Cómo explicar los sentimientos de un chileno anónimo en esa sala llena de tantos responsables de la vida y de la muerte de millones desde sus escritorios en la capital imperial, que jugaron al ajedrez mundial con frialdad militar, que hablan como en familia, como en susurros, recordando viejas glorias del pasado, con un poder enorme para escribir la historia pese a sus cuerpos decrépitos?
Luego Kissinger comete una canallada. En un gesto revisionista sin posibilidad de réplica, pues Nixon ya es polvo en su tumba, Kissinger intenta también recuperar la dignidad de Helms, señalando que es falso que el ex Presidente no estuviera informado de las atrocidades de su director de la CIA. Señala que ninguno de sus subalternos hubiera operado sin que no proviniera la orden de Nixon. En eso, en el resentimiento contra el líder oscuro que abandona a sus hombres achacándoles responsabilidades personales en las ilegalidades cometidas, Kissinger se iguala a nuestro Contreras. Aunque Contreras al lado de Kissinger y los millones de muertos en Camboya se convierte sin duda en un pequeño aprendiz de tercera.
Me veo ahora parado frente a Kissinger. Tengo su completa atención, me mira a mí, sólo a mí, como de costado. Supongo que me verá moreno, latino, risueñamente elegante. El teatro con 700 almas está en completo silencio. He tomado el privilegio de hacer la primera pregunta de la tarde. Me ha bastado sólo ponerme de pie, cuando vi al joven estudiante que colocaba el micrófono en el pedestal justo a mi lado. Miro a Kissinger directamente a los ojos. Doy una pausa. Bajo la mirada a mi nota. Esto es lo que él escuchó:
“Hola. Mi nombre es Patricio Zamorano, chileno, estudiante de la universidad. Muchas gracias, señor Kissinger. Estoy muy contento de poder conocerlo. Déjeme decirle que yo soy quien soy gracias a usted, y le agradezco enormemente todo lo que usted ha hecho” (comienzan algunos aplausos en la planta baja, y risas viejas a mi lado izquierdo). “Sus acciones, consejos y trabajo con el gobierno de Estados Unidos me han hecho respetar a los derechos humanos profundamente. Usted me ha hecho respetar el principio de no intervención, me ha ayudado a sentir un fuerte repudio por las operaciones encubiertas” (el conductor en el escenario le pide al joven estudiante con un gesto de su mano, que se alza nerviosa, que me quite el micrófono. Miro al estudiante a los ojos. Los tiene muy abiertos, húmedos, y la boca torcida hacia abajo. Sigo incólume. No tiene la fuerza para detenerme). “Por supuesto, ¡yo creo que usted debería estar en la cárcel, debido al sufrimiento de Chile y tantos otros países!” (el honorable público finalmente descubre la trampa y comienza un rumor de fuego). “Pero todo está bien. Su nombre ya está manchado, y permanecerá manchado para la historia…” (en este momento el anfitrión le insiste, con su mano que representa un cuchillo que le corta las costillas a la altura del pecho, que me quite el micrófono. El joven titubea, y finalmente lo toma del pedestal. “Sorry”, me dice, bajando la mirada). Yo me desentiendo del micrófono, doy un paso, y le digo directamente a Kissinger, aunque hablando a la comunidad que me rodea, que ya está abucheando, “Mister Kissinger doesn’t need this!”, pero el joven oculta el micrófono detrás de su espalda. Yo avanzo un paso, hago una venia. “Take care. Have a good day, sir”, le digo, y abandono la sala. “So, what is the question?”, alcanzo a escuchar que pregunta Kissinger, riéndose nervioso raspando su garganta, mientras la sala queda conmocionada, con algunos estudiantes gritándome su apoyo, y las viejas abanicándose demasiado estimuladas. Mis pensamientos primeros van para la viuda y su séquito de amigos conspiradores. Fue un placer haberle arruinado la tarde.
Bajando las añosas escaleras de cerámica gastadas, estás se abren en una palpitación muy parecida a la felicidad. Estoy solo, sintiendo el eco ingrávido de mis zapatos. El privilegio de desahogar la historia frente a frente a Kissinger, crear el vacío ante sus ojos que tanto han analizado el valor de la vida humana con parámetros estratégicos y políticos, leer sus fantasmas, encarnar como tábano mordiéndole sus tejidos blandos, hacerle hervir la mierda de que no lo dejen disfrutar del reconocimiento en paz, tras jubilarse del juego de la vida y de la muerte, la ilusión de ser Dios en el cambio del destino de los pueblos que cayeron bajo su escrutinio de rata inquieta anticomunista. Salgo al exterior, después de tres pisos de gloria. Llego al hall de acceso, con sus puertas-vidriera ampulosas. Las abro y me detengo ante un cielo azulado que vibra en silencio. El aire de abril en el hermoso barrio de Georgetown nunca me pareció más cristalino…
***
Noviembre de 2009
Chile se me ha escapado y ha vuelto en cada segundo de mi autoexilio basado en el amor. El dolor ha logrado ser pintado con el caudal de mundo que se me ha metido por los poros, yo siempre un buscador raquítico que de tanto comer podría morirse, y que de tanto ayunar podría alcanzar el santo grial, es decir, la eternidad, es decir, de nuevo la muerte. Mi generación (por lo menos quienes somos víctimas de la esperanza, aquella que proviene de aquello de lo que fue) es fruto de la nostalgia de los que nacimos en dictadura, que tuvimos que tomar clases de Educación Cívica en el liceo para saber lo que era un Congreso, democracia y voto. Hemos rescatado en materiales el pasado de un Chile pre-golpe, que nos llega con los colores de Neruda, con el ritmo de Tío Caimán y el Santiago de Oreste Plath. Ese olor a libro añejo, dulce para el alma, ese Santiago de idilio idealizado que nos llegó como retazo de tertulias de primavera, de hambre saciada al calor de los libros y las convicciones, y el futuro que se construía con un compromiso estético-ideológico. Esa ha siempre mi búsqueda, e intuyo que la búsqueda de muchos artistas e intelectuales que bordean la treintena, la persecución del vínculo entre estética e ideología, conexión borrada por la represión, por las masacres, por la infame dictadura. Consiguió separarlos, y ahora a nosotros, a los náufragos del recuerdo de Víctor y de Allende, se nos hace urgente la enorme responsabilidad de reconstruirlo.
El fin de mi edad sicológica infantil se dispara con las protestas de principios de los ochenta. Desde la Villa Francia la represión se vivió como pesadillas interminables para un niño de siete u ocho años. No recuerdo veranos y su claridad de valle amplio santiaguino, ni la primavera y su aroma a nubes frescas. Sólo veo lluvia fría y una luz mortecina de tarde eternamente nublada. Mis recuerdos son de un largo invierno. Llega a mi mente la calle Luis Infante Cerda convertida en un río color chocolate tras horrendos temporales, que buscaba su cauce natural a los subsidiarios del antiguo Zanjón de la Aguada que cruzaban lo que antes era el fundo San José de Chuchunco.
Esa época significa para mí el diluvio y el carácter cancerígeno del Mapocho, que con sus grandes fauces ocres y hediondas elegía a los pobres como carne fresca. Mucha lluvia, la casa de Villa Francia de mi bisabuelo, a oscuras por los cortes de electricidad poblacionales en las jornadas de protesta, el olor permanente a moho, disimulado a veces por la estufa a parafina y los cuescos de eucaliptos hirviendo sobre ella. Los libros me salvaron, por cierto, los pocos que encontraba en casa, algunos milagrosos como los contenidos en una caja olvidada por una tía ingrata.
Mis recuerdos de escuela de esa época también se asocian a invierno eterno, las goteras en las salas de clases, el tufo del bus calentado por los cuerpos de nosotros, ganado anónimo en tránsito cada mañana, la ropa humilde permanentemente húmeda, haciéndonos uno en cada viaje compartido. Sumando años, las historias de los libros y revistas que salvaron la censura, las conversaciones con los viejos que siempre habían guardado el secreto, la radio Umbral, comenzaron a reconstruir aquello que había sido Chile antes del golpe, antes de la UP y el camino chileno al socialismo. El Chile que se fue en la sangre derramada me dolió aún más, pues el conocer ese destino de brutalidad de la belleza de esas décadas de formación del movimiento social, obrero e intelectual, me convirtió inmediatamente en huérfano, y ahí comenzó la pena. ¿Qué pasó, ustedes que tuvieron el poder de construir ese Chile ilusorio? ¿Dónde está el Chile que se fue? Los que hemos heredado sus pistas como reflejo de las aguas movedizas de la historia lo hemos podido encontrar a medias. Por eso me aferro a los viejos como a talismanes validados por la pura fe. A los amigos de Neruda, a quienes sintieron la levedad de una mirada conmovedora de Víctor, los que brindaron con Allende, a la descendencia de Letelier, quiero devorarlos, ser caníbal para captar el alma de los que desaparecieron. Por lo menos, ustedes que lo vivieron, que fueron luego atacados, aniquilados, sus huesos quebrados y sus cuerpos escondidos, por lo menos pudieron luchar por lo que ya tenían, por lo que ya habían vivido, un combate por los sueños, es decir, han podido vivir, en la plenitud de luchar por un proceso de cambio profundo, tan profundo que despertó la monstruosidad de lo peor de las clases acomodadas. Al resto, la dictadura nos dejó un luto infame, pues nunca pudimos conocer el alma, solo el cuerpo, para poder velarlos. Nos ha llegado de oídas. No hemos, por tanto, vivido.
Por supuesto, yo he tomado mis medidas. Mi hija adorada Violeta se duerme escuchando a Luchín. Sus ojos color caramelo crecen con la iconografía de nuestros mártires, especialmente de quien ella heredó su nombre. En mis escritos, en mis canciones, ella se reencuentra con la voz de las almas que jamás deberán penar en vano. Esas briznas, las cadencias delicadas de un pasado latente, pequeño, serán suficientes. Bastará un pequeño chispazo, general Pinochet, para que el fuego inspirado del cambio revolucionario estalle nuevamente en las almas de los artistas y los sensibles de este país, de esta humanidad, pierda cuidado.
No ganó la guerra, general.
Se lo aseguro.
***